GUERRA QUIMICA Y BACTERIOLOGICA.
EL LADO OSCURO DE LA TECNOLOGIA. 1era parte.

Publicado en el Boletín de la Asociación Toxicológica Argentina.
(Adherida a la IUTOX). Año  22, Nº 85.   2010.  p 20 - 22

Prof. Dr. Eduardo Scarlato, Dr. Jorge Zanardi.


“Dos ejércitos que combaten son como un gran ejército que se suicida”
El Fuego. Henry Barbousse. 1929.

Los números grandes, cuando trascienden lo que puede contarse con los dedos de una mano tal cual aprenden a hacerlo los niños, pierden su significado humano: un año es una medida concreta en la que nos pasaron cosas, un año luz es bastante más complicado de comprender. Un muerto, o varios, en un accidente es un fenómeno imaginable, millones de ellos son una pesadilla obscena.

 Desde los comienzos de los registros históricos más o menos confiables, unos 9 mil años atrás, se han sucedido unos 2500 conflictos bélicos (http://www.mdnh.org/diccionario /humanidad.html). Si se le asignara a algunos de ellos un promedio de duración de dos o tres años, se llegaría a la conclusión de que las guerras son inherentes a la condición humana, lo cual justificaría la certidumbre de la expresión no exenta de cinismo, de que la paz no es sino el período entre una guerra y la siguiente. Los 70 millones de bajas fatales acumuladas en sólo dos conflictos durante el siglo XX son un número grosero, inconmensurable, que desafía lo imaginable. Es, tal vez, un fantasma enorme. Y vergonzante, claro.

 El siglo XX no fue solamente el que más crecimiento científico y tecnológico experimentó, sino también el que más vidas perdidas contabilizó en conflictos bélicos: la Primera Guerra Mundial (1914-1918) consumió alrededor de 20 millones de muertos; la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) multiplicó con renovada y macabra eficiencia el resultado de las batallas  pues se cobró unas 50 millones de vidas, (http://www.mdnh.org/diccionario/guerra.html).

 Curiosamente, al terminar una guerra los países quedan tan exhaustos y los sobrevivientes tan horrorizados que se tiende a pensar que ésa, sin duda, fue la última. Un pensamiento tan recurrente como inútil y falso: apenas 20 años después de finalizada la primera conflagración que involucró a la mayoría de los países del mundo, los mismos países y en muchos casos la misma gente, se involucraban en un nuevo conflicto, más extendido y más cruel y tan engañoso como los anteriores, pues también prometió ser el último. En esos años que mediaron entre una y otra conflagración una renovada tecnología de destrucción se había creado y el mundo estaba ansioso de probarla en el campo.

 Los números no son precisos; los historiadores suelen polemizar en torno a ellos pues no es sencillo contar una cifra tan abultada de cadáveres y tal vez, lo que es peor, no se le presta demasiada importancia. Las cifras son elocuentes; con buen criterio de aproximación podría decirse, inclusive, que 20 o 50 millones son números redondos y es presumible que el resultado esté redondeado por comodidad analítica. Pero no sólo son inquietantes los números en si, también esa aproximación matemática que es redundante señala una intención que podría ser disculpable. Alguien podría sugerir, con criterio económico, que no cambia demasiado el significado de una cantidad abultada si no fuera porque esos números identifican personas. Y cada una de esas personas fue un punto único e irrepetible en el universo. Esos incontables individuos fueron el resultado más acabado de una construcción maravillosa e irrepetible. La guerra los consumió metódicamente. Planck, Einstein, Brecth, Freud o Sartre pudieron haber muerto en alguno de los conflictos, y el mundo no hubiera sido el mismo sin ellos. Del mismo modo sería atinado suponer, cuántos como ellos murieron a destiempo en esos años. Tal vez, el mundo, de haber sobrevivido aquellos otros genios desconocidos sería hoy diferente.

Según la tecnología aplicada, los métodos bélicos fueron resultando cada vez más eficientes. El uso de los metales para la construcción de espadas, del cobre al bronce y del bronce al hierro, el empleo de caballos y carros arrastrados por ellos, el uso de armaduras de protección, la pólvora y el diseño de la artillería, fueron los inventos que cambiaron la modalidad, a su turno, de las batallas. Pero el siglo XX manifestó una nueva forma de armas, empleadas por primera vez masivamente en la Primera Guerra Mundial: las químicas y bacteriológicas. Por primera vez se empleaban con éxito contundente nuevas formas de agresión.

Las armas químicas se basan en las propiedades tóxicas de las sustancias químicas para causar muerte o daños. Podemos definirlas como toda sustancia química que es utilizada deliberadamente y que por su acción sobre ciertos procesos vitales puede causar la muerte, la incapacidad temporal o generar lesiones permanentes a seres humanos o animales. Junto con las armas biológicas y nucleares, se las considera como armas de destrucción en masa.

Cuando el hombre intenta destruir no ya a un congénere sino a un ejército, un pueblo o un grupo de personas que piensan distinto; y cuando ya no le alcanzan sus propias manos para no dejar piedra sobre piedra, es cuando comienzan a sofisticarse sus métodos de destrucción y se encamina hacia la creación de armas de destrucción masiva.

El horror que dejó la Gran Guerra no impidió que las armas químicas se siguieran usando en otros conflictos. Las nuevas armas cobraron nuevos adeptos a pesar de haber sido prohibidas por la Convención de Ginebra, una suerte de regla para el crimen que por supuesto ninguna nación beligerante suele respetar.

Una de las primeras víctimas de los conflictos bélicos suele ser la verdad seguida por el respeto al prójimo y sus derechos; finalmente de eso se ocupan las guerras. Si el respeto a los demás y a sus derechos formara parte de las ideas y principios de los que declaran las guerras, éstas, sencillamente no ocurrirían. Hay también, una oscura idea de justicia en los que participan en los conflictos, pues cada bando suele tener su propia apreciación de sus derechos. Desde tiempos inmemoriales los infinitos soldados se encomendaron a sus dioses particulares; para cada uno de ellos su razón fue justa. La muerte final de cada uno de ellos sustenta, democrática e irónicamente, una condición igualitaria, por cierto envidiable de otras actividades humanas: todos ellos compartieron el mismo final.

Pero los conflictos del siglo XX agregaron una nueva modalidad a la guerra convencional: la agresión a las poblaciones civiles y el empleo de las armas químicas y biológicas en forma masiva. Si luego de la Segunda Guerra Mundial uno de los miedos colectivos que señaló las décadas siguientes de la Guerra Fría fue el horror de una contienda nuclear, seguido a la Gran Guerra, lo fue el temor al empleo de armas químicas y bacteriológicas. La imagen de un soldado cubierto por una máscara deambulando en medio de una neblina tóxica fue el símbolo del espanto de una forma de guerra inédita.

Los orígenes de la guerra química

 “...Erdosain se cruzó los brazos y cerró los ojos’... ‘He escogido el gas fosgeno, no arbitrariamente, sino después de estudiar las ventajas industriales, facilidad de fabricación, economía y toxicidad que ofrece sobre otros gases de guerra. Las experiencias que esta nueva arma dejó a los directores de combate de la última guerra, pueden concretarse en estas palabras de Foch’[general alemán en el Frente Occidental en el conflicto 1914-1918]’...’La guerra química se caracteriza por producir los efectos más terribles en los espacios más extendidos...” . Los Lanzallamas. Roberto Arlt. 1931.

La utilización de armas químicas y biológicas fue masiva durante la Primera Guerra Mundial pero no fue un fenómeno nuevo ni exclusivo del siglo XX.

Se sabe que los primeros en utilizar sustancias químicas para el combate fueron los griegos. El llamado fuego griego era una mezcla rica en azufre que se quemaba frente a los ejércitos enemigos para enviar una nube de dióxido de azufre (un gas irritante de las vías respiratorias de color blanquecino) aprovechando la dirección del viento. La mezcla estaba formada por alquitrán, resina y petróleo, a la que se añadían azufre y cal viva. Al echar agua sobre el preparado, el calor desarrollado por la reacción exotérmica encendía el petróleo, y al extenderse la combustión al azufre se producía anhídrido sulfuroso. Al mismo tiempo, al quemarse la resina y el alquitrán, se originaba una densa nube de humo suficiente para ocultar el movimiento de las tropas. La invención del fuego griego fue atribuida al alquimista sirio Kailinicos en el año 660 a.C. Otro dato sobre el nombre Kailinicos es su etimología: palabra griega derivada de Kalós, bello, noble, y Niké, victoria. Kailinicos: victoria bella o noble victoria. Por su invento, se le atribuye a Kailinicos la salvación de Constantinopla cuando los musulmanes le pusieron sitio por primera vez.

 

 

En la historia de las campañas de Roma en la actual España, se relata que el general Quinto Sertorio utilizó en algunas batallas una materia compuesta de cenizas que echaba sobre el terreno para que un viento favorable las llevase hacia las líneas enemigas. Para aumentar su dispersión se hacían galopar caballos sobre el terreno cubierto por la sustancia pulverulenta.

 

Durante la Edad Media se empleaba el lanzado de cadáveres pestilentes por arriba de las murallas que protegían las ciudades sitiadas con la esperanza de propagar la temida peste bubónica o peste negra. Aparentemente, según los registros que datan de 1343, fue el ejército mongol  el que durante el sitio de la ciudad de Kaffa —un puerto del Mar Negro en Crimea, ahora llamada Feodosiya— en manos de los genoveses, empleó el lanzamiento de cuerpos pestilentes sobre las murallas del fuerte que la defendía. La epidemia arrasó a la población europea de entonces, entre 1347 y 1351,acabando con 25 millones de  personas, el 33 % de los habitantes de Europa en aquella época. Probablemente la terrible epidemia haya tenido múltiples orígenes, pero el dato histórico no deja de ser inquietante: podría tratarse de la maniobra exitosa más contundente de un arma biológica, (http://www.analisisinternacional. com/analisis/armas.html). 

En el siglo XVIII el ejército inglés repartió entre los indios de Norteamérica que apoyaban a los franceses en la disputa por el territorio, mantas que habían pertenecido a enfermos de viruela (http://www.todo-ciencia.com /reportaje /0i36764300d1004197450.php).  

Desde siempre, estos métodos provocaron repudio en una parte de la sociedad. Por ejemplo, los antiguos juristas romanos consideraban el envenenamiento de pozos de agua como un crimen incompatible con las leyes de la guerra por violar el ius gentium (derecho de gentes). Decían, en un gesto de paradójica humanidad bélica, “Armis bella non venenis geri” (“La guerra se hace con armas y no con venenos”).

 También en las culturas orientales fue repudiado el uso de “enfermedades” para la guerra. En el 500 a. C. la ley Manu, en la India, prohibía los venenos y otros tipos de armas reputadas como inhumanas.

 Hugo Grotius, filósofo holandés, reafirmó estos argumentos en su obra “La ley de guerra y de paz”, publicada en 1625. Los escritos de Grotius fueron acatados en su mayor parte durante los conflictos religiosos de la época. En el siglo XVIII el auge del ideal nacionalista arrinconó a los opositores al empleo militar de los venenos. Como resultado, las necesidades de la guerra terminaron desplazando a las consideraciones morales.

 En 1845, el humanismo se preocupó por el uso de los gases tó­xicos en la guerra. Fue a  consecuencia  de  la  acción  del  general francés Pelissier quien, en la guerra de los Kábilas en África, masacró a toda una tribu ahumándola con maderas verdes. La opinión pública fran­cesa hizo que fuera seriamente “apercibido”.

 La Declaración de Bruselas de 1874 y las convenciones de La Haya de 1899 y 1907 prohibieron el uso de venenos y de balas envenenadas. Incluso, en una declaración por separado de la Convención de La Haya de 1899 se condenó “el uso de proyectiles cuyo único propósito es la difusión de gases asfixiantes o deletéreos”.

 Pero es difícil hablar de ética cuando el terreno en donde se dirimen las diferencias de los hombres es el de la fuerza y la violencia.

 A pesar del acuerdo internacional en repudio, es en la modernidad donde por primera vez se usan a gran escala las armas químicas y biológicas o no convencionales.

La utilización de elementos tóxicos para la guerra, tuvo entonces desde muy antaño connotaciones legales por dos aspectos fundamentales. Por un lado, aquellos orientados a regular su producción; y por otro para legislar su prohibición.

El debut de la química moderna en los campos de batalla

“El rumor sordo de las granadas de gas se une al chasquido de los proyectiles explosivos. Una campana tañe entre las explosiones. Los golpes dados sobre el metal anuncian por doquier: los gases, los gases, los gases’... ‘Ahora la capa de gas llega al suelo y penetra en los relieves del terreno. Como una grande y blanca medusa, se extiende por todo nuestro embudo, llenando todos los rincones...” Sin novedad en el frente. Erich María Remarque. 1928.

Fue recién en 1915 que los armamentos químicos se utilizaron en forma masiva. La Primera Guerra Mundial había empezado cerca de una año atrás, el 28 de julio de 1914, cuando una cadena de acuerdos y complicidades se disparó luego del asesinato del heredero del trono austro húngaro, archiduque Francisco Fernando de Habsburgo el 28 de Junio del mismo año en la ciudad de Sarajevo. Luego de un repentino avance, los ejércitos alemanes y aliados quedaron estancados en una estrecha línea de frente de no más de 1000 kilómetros de largo muy cerca de París, lo que sería llamado el Frente Occidental. Todavía los generales de aquella guerra esperaban una batalla final que la resolviera. Pero aquella batalla nunca llegó, y durante cuatro años los diversos frentes se convirtieron en una inmensa trampa que consumía gente incansablemente. Los ejércitos estaban equilibrados tecnológicamente y fueron en definitiva el hambre, las muertes y el agotamiento final, los que decidieron la suerte de la guerra.

En abril de 1915 los alemanes decidieron emplear una nueva técnica para cambiar el rumbo de una guerra exasperante y tediosa en la que se perdían miles de hombres por unos metros de terreno.

Entre las cuatro y las cinco de la tarde del 22 de abril soldados alemanes se deslizaron por el terreno perforado de embudos y barrido por la metralla en el campo de Ypres, Bélgica, en la zona situada entre Bixschoote y Languemarck. Desde allí enviaron una nube de Cloro desde tanques metálicos emplazados en la tierra de nadie hacia las posiciones francesas e inglesas, aprovechando la dirección del viento. El resultado fue que en poco menos de una hora produjeron alrededor de 20 mil bajas, 5000 de ellas fatales, diezmando prácticamente las posiciones aliadas. La letalidad del Cloro fue tan grande pero tan sorpresiva que los alemanes no comprendieron el alcance de lo que habían hecho. Tal vez la suerte de aquella guerra hubiera sido diferente si hubieran cruzado la estrecha línea que los separaba de las posiciones enemigas: no hubieran encontrado ningún combatiente capaz de disparar un fusil entre las trincheras repletas de soldados asfixiados. El cloro es un gas amarillo verdoso de alto poder abrasivo e irritante, que es capaz de quemar el epitelio que tapiza el árbol tráqueo-bronquial, provocando daños permanentes y muerte por asfixia. 

La forma de empleo del Cloro, (emisión desde tanques de operación manual en dirección del viento), demostró sin embargo ser peligroso para el ejército agresor. Seis meses más tarde los ingleses se vieron inmersos en la nube que ellos mismos habían enviado a las trincheras enemigas cuándo súbitamente cambió la dirección del viento. Los siguientes ataques emplearon proyectiles lanzados por la artillería o descargados desde aviones.

Francia no estaba preparada para el empleo de medios químicos de combate, pero ayudada por Inglaterra movilizó a todos sus técnicos y químicos para llevar a cabo la preparación de elementos ofensivos y defensivos. El trabajo fue tan intenso que antes de finalizar 1915 contaba con suficientes existencias de proyectiles cargados con sustancias altamente tóxicas, como las designadas con el número 4, que estaban cargadas con ácido cianhídrico, y las número 5, con fosgeno (oxicloruro de carbono). Estos serían empleados por primera vez en la batalla de Verdún en febrero de 1916.

El siguiente compuesto utilizado, el fosgeno, tenía la característica de ser más dañino que el cloro porque debido a sus cualidades químicas era capaz de penetrar más profundamente en el tracto respiratorio hasta alcanzar los alvéolos pulmonares. La acción es también abrasiva, pero más retardada que la del cloro, pudiendo producir edema pulmonar a las horas de haber sido inhalado luego de un período de latencia asintomático.

La letalidad del gas fosgeno quedaría nuevamente de manifiesto en la catástrofe ocurrida en 1928 por el escape de 11 toneladas de este gas en la fábrica de Stoltzemberg, cerca de Hamburgo. El fosgeno, arrastrado por el viento hacia el mar por el canal de Hofe, produjo la muerte instantánea de innumerables pescadores que no advirtieron el peligro.

La respuesta de Alemania a los proyectiles de fosgeno no se hizo esperar. El 19 de marzo lanzaron por primera vez  el proyectil cruz verde, cargado con cloroformiato de metilo triclorado, llamado perstoff, también conocido como difosgeno.

Fueron también empleados otros proyectiles (cruz azul), cargados con sustancias sólidas irritantes, como la difenilcloroarsina, cuya dispersión se efectuaba a través de una carga explosiva que la dividía en partículas finísimas, las cuales atravesaban las máscaras protectoras y obligaban a quitárselas por la violenta tos que producían.

 

 

“Mascara de gas”. William Ramsden Brealey (1889 – 1949) Oleo de 61 x 51 cm pintado en 1939 Museo imperial de la guerra. Inglaterra. La guerra química desarrollada en la I guerra mundial, impuso el diseño de equipamiento protector. La necesidad de contar con equipos cerrados para prevenir las lesiones por los gases vesicantes, dificultaba la emisión de mensajes. Para dar el alerta entonces, los vigías se valían de matracas para hacer ruido.

Los alemanes notaron la necesidad de disponer de una sustancia cuya condición esencial fuera la persistencia de su acción contaminante sobre el terreno a fin de que no pudiese ser ocupado inmediatamente por el enemigo. A este efecto se recordó que en 1886 el químico alemán Víctor Meyer había estudiado un compuesto líquido, el sulfuro de etilo diclorado, que parecía reunir las condiciones buscadas. Se estableció inmediatamente su fabricación y se cargaron con él proyectiles que fueron marcados con una cruz amarilla. La primera vez que fueron disparados contra los aliados fue la noche del 12 al 13 de julio de 1917, también en Ypres. Esta circunstancia hizo que el sulfuro de etilo diclorado fuera denominado por los franceses como Iperita. Los ingleses lo llamaron gas mostaza a causa del característico olor que desprendía esta sustancia. El sulfuro de bis (2-cloro etilo), es entonces un líquido que se dispersa en forma de aerosol luego de explotar la granada que lo contiene. El gas mostaza posee la capacidad no sólo de dañar las vías respiratorias sino que es cáustico para piel y mucosas, provocando graves quemaduras y ceguera. Pero en los soldados gaseados por las mostazas se observaba un extraño síntoma, los heridos se volvían anémicos en pocos días. Los médicos observaron que ese compuesto, que también se absorbía con notable eficiencia por la piel, era capaz de inhibir el crecimiento y la génesis de glóbulos rojos (una de las células de más rápido metabolismo, cuya vida media es de 120 días). De la fórmula del primitivo gas mostaza derivaron los primeros quimioterápicos, las mostazas nitrogenadas.

 

 Aquel primer ataque demostró la eficacia del gas mostaza, pero la pequeña escala en que fue llevado a cabo, evitó que las ventajas obtenidas revistiesen una real importancia.

 Este gas produjo 14 000 bajas británicas en tan sólo tres semanas de combate. Un oficial aliado relató cómo sus tropas sufrieron las consecuencias del “gas mostaza”: “…a la mañana siguiente yo y la totalidad de los 80 hombres estábamos ciegos. Dos de ellos nunca recuperaron la vista y murieron. Otros se retorcían y más tarde aparecieron ampollas en toda la superficie de su piel”.

 A pesar de su prohibición en 1925, el gas mostaza fue empleado por los españoles en su guerra con Marruecos entre 1923 y 1926, y por los italianos en Etiopía (llamada Abisinia en aquella época) entre 1935 y 1940, (http://news.bbc.co.uk/hi/ spanish /news /newsid_ 1566000/1566886.stm).

 Los diversos gases de guerra fueron conocidos con distintos nombres, como ser:

Bertolita (cloro), Fosgeno (oxicloruro de carbono), Palita o K.O.C. Stoff ( cloroformiato de clorometilo), Perstoff o Difosgeno (cloroformiato de metilo diclorado), Surpalita (cloroformiato de metilo triclorado), Mauguinita (clorocianógeno), Lost o Gas mostaza o Iperita (sulfuro de etilo diclorado), Klorp o Arquinita (cloropicrina), B-Stoff (bromoacetona), Bn-Stoff (bromometiletilcetona), Camita (bromuro de bencilo), T-Stoff (bromuro de xililo), Esternita (fenildicloroarsina), Clarck (difenilcloroarsina), Clarck II (cianuro de difenilarsina), Adamsita (cloruro de difenilaminarsina), y por supuesto la Lewisita (bicloruro de clorovinilarsina). La Lewisita “...ese rocío de muerte que cae del cielo con perfume a geranios...” impulsó el desarrollo por parte de los ingleses de un antídoto, el Dimercapto propanol o BAL (British anti Lewisita), usado hasta la actualidad como quelante de diversos metales.

 

Bibliografía

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World Health Organization. Principles and Methods for Evaluating the Toxicity of Chemicals. 1978. 

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Franz Karl Endres. La guerra de los gases. Claridad editorial. 1923. Argentina. p. 19-20, 26 – 29, 104 

Sammartino E. Uso de armas químicas en guerras. http://www.geocities.com/HotSprings/Spa/2480/23-histo.htm 

Espasacalpe. GAS.

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