La aculturación alimentaria inmigratoria de la Argentina
por
Federico Pérgola

Resumen

La alimentación de un pueblo es uno de sus bagajes materiales, tal como lo definiera Gordon Childe. Debido al corto proceso que transcurrió entre la colonización y los cambios inmigratorios de nuestra población, podemos definir cuatro etapas de aculturación alimentaria: indígena, de influencia hispánica, inmigratoria y de la globalización. Nos ocuparemos de la penúltima de ellas.

Abstract

A nation’s feeding choise is one of its material corps, as defined by Gordon Childe. Due to the short process that took place between the colonization and the immigration changes effeting our population, we define four stages in the adoption of another feeding culture: indigenous, of hispanic influence, immigratory and arising from globalization. We will focus on the penultimate.

Palabras clave

Inmigración - nutrición - cultura

Key words

Inmigration - nutrition - culture

En virtud de la conquista de nuestro territorio y sus características poblacionales, la alimentación del pueblo pasó por etapas tan diversas como definidas. Los habitantes autóctonos tuvieron su tipo de alimentación no tanto porque la mayor parte de ellos eran recolectores-cazadores, aunque algunos cultivaban hortalizas y aún sembraban maíz, sino porque carecían de los grandes mamíferos y del cereal sobre el que se había basado la civilización occidental que había llegado a estas tierras. A ese período lo podemos denominar indígena. Sería seguido por el de la influencia española, que tuvo su auge desde la colonización inicial hasta mucho después de nuestra emancipación. Una tercera etapa, de la que nos ocupamos, es la de la aculturación inmigratoria, para culminar en lo que vivimos hoy y que consideramos de la globalización, con una marcada influencia del mercado consumidor.

El bien denominado “aluvión inmigratorio”, que ocurrió preferentemente entre 1880 y 1930, conllevó un cambio importante en las costumbres culinarias del país. Contingentes de gallegos (ya no eran los andaluces que nos contagiaron la pronunciación de la elle como ye), italianos, siriolibaneses, judíos, y, en menor escala, franceses, alemanes e ingleses, trajeron sus hábitos y, entre ellos, sus características culinarias. Predominarían, sobre todo por su elevado número, las costumbres de la colectividad italiana. Similar es la opinión de Remedi que estudia la confluencia entre nativos e inmigrantes a principios del siglo pasado en la provincia de Córdoba, cuando dice que “esta elección responde al peso demográfico que los italianos adquirieron dentro del contingente de extranjeros que arribó a la provincia [...]” (1)

El pan fue uno de los primeros alimentos que se manifestó importante. Cobró fuerza dejando la timidez de los pasteles. Con insospechada melancolía, así lo recuerda Tenenbaum: “De los hornos de las tahonas barriales porteñas veíamos salir, con el mismo azoramiento del hombre primitivo, en el repetido misterio del fuego, el pan de cada día. Toleraba el hechizo de ese drama eterno la mínima y prosaica anécdota del cotidiano historial casero que colorea y humaniza aún más al pan. A su generoso amparo lo narramos. “Se expendía el pan entonces en piezas tales que cinco de ellas hacían rigurosamente un kilo, sin necesidad de balanza. Lo singular era la forma en huso que se daba a esos panes.

Los extremos, afinados, remataban en un pequeño repulgue que, según arte y habilidad del maestro tahonero –era su rúbrica–, resultaban, una vez cocidos, formando un pellizco, un caracolito o un coquito que como llamativas excrecencias brotaban de sus puntas, ni más ni menos que los coditos de una mujer con los brazos en jarras. Dorados y crocantes, muy sabrosos, eran la delicia de chicos y grandes, como bizcochos que fueran. Insoportablemente tentadores por su forma y ubicación que era un ofrecimiento, estos postizos hacían que quien primero los viera se los robara.

Los más escrupulosos, con un corte de cuchillo; con un mordisco directo, los más prácticos o impacientes. Era eso lo que venían masticando por la calle, sobre el mediodía, quienes habían ido a hacer el tardío mandado del pan. Así, de resultas de este decomiso prematuro, buena parte de los panes llegaban despuntados a la mesa, para decepción o enojo de los que aguardaban “Pasar en cualquier barrio de Buenos Aires, a la vuelta de cualquier esquina, junto al portón abierto de la cuadra de una panadería a la hora de la horneada, era sentirse envuelto en la fugaz y deliciosa atmósfera de un olor familiar, cálido y arcaico, virtuoso” (2).En la zona rural, los chacareros compraban varios kilos de galletas, que portaban en bolsas de arpillera, las distancias dificultaban la frecuencia de los viajes y este se adquiría para toda una semana. El volumen y su crocante costra, tal vez, mantenían a ese pan en mejores condiciones.

Estaba en marcha el proceso de aculturación alimentaria. Expresan Gretel y Pertti Pelto (3) : “Los alimentos de carácter étnico fueron introducidos por los emigrantes en siglos anteriores y especialmente en América en el siglo XIX... En la mayoría de los casos las antiguas dietas étnicas no fueron mantenidas en sus formas originales. Las horas de trabajo –en fábricas, tiendas y oficinas– hicieron difícil continuar con los viejos horarios (por ejemplo, la fuerte comida del mediodía que es habitual en muchos países europeos). Incluso las conductas alimentarias religiosas muy arraigadas (entre los judíos ortodoxos, por ejemplo) tuvieron que ser modificadas para acomodarse a las nuevas circunstancias.

“Uno de los primeros movimientos generalizados en la adopción de alimentos étnicos fue la difusión de la cocina francesa como una práctica de prestigio entre las clases altas y medias de todo el mundo. Igualmente importante por su influencia en la complejidad multicultural de los alimentos ha sido la difusión de los restaurantes chinos, que pueden encontrarse hoy en la mayoría de las principales ciudades del mundo. Muchos de los intercambios internacionales que se ponen de manifiesto en los restaurantes y tiendas de comestibles étnicos son testigo de las fases finales de la era colonial, durante las cuales un número cada vez mayor de familias de ‘las colonias’ establecieron enclaves y pautas de alimentación étnicos en Europa: los indonesios en Holanda, los restaurantes y tiendas indios en Inglaterra, y los cafés marroquíes y de otros países norteafricanos en Francia.

“Las últimas fases de la difusión universal de las cocinas (a diferencia de la propagación de las materias primas) han adoptado la forma de un desarrollo acelerado de la cocina internacional dentro de los hogares. También es visible en todo el mundo la rápida difusión de las cadenas multinacionales de comida rápida.”

Establecidas estas características, debemos agregar las que partían de la composición lingüística cultural de la zona de donde procedían estos inmigrantes. La italiana era multifacética a consecuencia de su propia composición étnica, con influencia griega en el sur, latina y etrusca en el centro e indogermánica en el norte y, como ocurrió en nuestro propio país con los pobladores autóctonos, con diferentes preferencias, tipos de cocción e, incluso, los diversos elementos de los que eran provistos por el medio ambiente.

En Buenos Aires –expresan Álvarez y Pinotti (4) –, “puesto en estos términos, los primeros aportes del rubro debieron ser las especialidades gastronómicas de los genoveses afincados en La Boca: ravioles, torta pascualina, albóndigas, cima rellena, pesto, fainá, fugasa, pasta frola, pan dulce y tomates rellenos de pescado”.

El protagonismo peninsular correspondió a todas las variables de las pastas: “ravioles, ñoquis, canelones, tallarines, macarrón, capelletti, fettuccini, agnolotti y lasagnas; seguidamente la pizza –impulsada por la migración del Mediodía–, la milanesa, el pesceto, los escalopes, los fiambres, los risottos, las salsas de tomate como acompañamiento (bolognesas, parmesanas, filetto), el pesto, el aceite de oliva, las frutas secas, y la difusión del consumo de aceitunas, quesos (parmesano, gorgonzola, pecorino, fontina, ricota) y vinos (nebiolo, barbera, chianti, toscano). Si la oferta local no proporcionaba los ingredientes adecuados, se importaba de Italia la mortadela de Bologna, el salame de Milán o el queso de Parma”.

La introducción de los hábitos de la comida española no fue tan abrupta, en el sentido de platos prácticamente desconocidos para los criollos, porque sus tradiciones gastronómicas iban llegando pausadamente pero en forma permanente.

Inmigrantes de otras nacionalidades también harían su aporte y se amalgamarían con las fórmulas criollas, italianas y españolas

Señala Vidal Bussi (5) que “algunas francesas que habían hecho carrera (por ejemplo, los omelettes) así como modalidades de preparación que, preferidas por la clase alta o media alta, requerían atención. Un caso de sincretismo ejemplar serían los “tallarines a la parisién” (que no nacieron en París, Francia, sino en “París”, restaurante del hipódromo de Palermo) o sea un típico plato italiano, la pasta, condimentado con una típica salsa francesa, la bechamel (o “salsa blanca”) enriquecida con pechuga de pavo y jamón cocido, sin nada de ajo por supuesto. También otras preparaciones francesas adquirieron ciudadanía, como la mousse de chocolate, el lomo a la pimienta con las papas a la crema, etc. “Esto no significó que se borraran las huellas dejadas por los ingleses y alemanes, por ejemplo, aunque en menor escala. Recordemos que la calle Lavalle, más o menos entre San Martín y Paseo Colón, abrigaba hacia 1930, y aún después, no menos de seis restaurantes alemanes/austríacos, y que las cervecerías, con su chucrut, salchichas y otras especialidades, forman parte dnuestro horizonte gastronómico actual. Los ingleses tuvieron menos suerte, pero los huevos al jamón, el menos frecuente chicken pie y algunos postres indican su huella.”

Por todo lo apuntado, se podrá observar que la comida era abundante. “Una medida de cuán despreocupadamente se entregaban aquellos hombre y mujeres a los placeres báquicos –expresa Gambier (6) – lo da la comilona en honor del periodista Juan José de Soiza Reilly en 1907: ‘Entremeses variados, sopa de rabo de buey, perdiz con champignones, foie gras, langosta a la mayonesa, roast beef a la inglesa, postres, ríos de vino tinto y blanco, cognac y cigarros’.” Otro testimonio interesante lo constituye una nota que apareció –en 1904– en el Mercurio de Valparaíso (Chile), remitida por un cronista chileno residente en Buenos Aires que, según el diario La Nación, decía así: “Fuera de la vida diplomática, ya le dije antes que se come a cuatro carrillos. Parece ser cosa tan insólita que un funcionario cumpla con su deber, que a todos los que han abandonado sus puestos por el cambio de administración se los banquetea de lo lindo. Es una epidemia mantel largo que gravita sobre los bolsillos y a la que nadie tiene el valor de substraerse. Y a la fecha, recibir el obsequio de un banquete es una manifestación casi inicua, tanto como el retrato o la caricatura, dos cosas que igualmente han recorrido entre nosotros toda la escala, desde el hombre célebre hasta el dentista. Esperamos que el abuso del banquete traiga, como todos los abusos, su reacción.” (7)

Como es de suponer, estas comidas tuvieron auge en determinadas clases sociales y, sobre todo, en las zonas urbanas, aunque las pastas –los fideos especialmente–, con sus carencias nutritivas, hayan servido para paliar el hambre de los trabajadores golondrinas y las clases más necesitadas.

Así también, lo sostiene Remedi, sucedía en ciertas regiones de la provincia de Córdoba. “Por supuesto, el consumo efectivo de dichos artículos se encontraba condicionado por múltiples factores, tales como su disponibilidad en el mercado local y la viabilidad de los contactos periódicos con éste entre otros y, sobre todo, el poder adquisitivo de las familias. Así por ejemplo, un habitante de Minas, uno de los departamentos que durante el período experimentaron un proceso de retracción demográfica y de estancamiento económico, reducía la dieta cotidiana de sus coterráneos a ‘maíz cocido con un algo parecido a chicharrones, zapallo asado [...] y de vez en cuando como postre, unas pasas de higos más negras y sucias que la conciencia de Barrabás’.

“Los alimentos se combinaban de distinta manera en una serie de comidas criollas cuyo inventario minucioso puede consultarse en el trabajo de Azor Grimaut titulado La comida cordobesa de antes. En esta oportunidad rescato sólo una parte de ellas, pudiendo citarse las siguientes: locro, puchero, asado, carbonada, chicharrón, caldo, caldo de patas, morcilla, empanadas, mazamorra, humita, chanfaina, etc. A ellas hay que añadir una amplia variedad de dulces, tales como bizcochos, alfajores, tabletas, chancacas, arropes y jaleas entre otros” (8).

El auge de las comunicaciones, impronta de las últimas décadas del siglo XX, trajo aparejado la denominada globalización que, aunque siempre se mencionan sus efectos sobre la economía en su expresión más pura, fue cultural. Exóticas comidas de lejanos países hicieron irrupción en sectores intelectuales y, sobre todo, de alto poder adquisitivo. ¿Qué quedó para los mass-media? El consumo masivo de alimentos de producción en serie, de bajo costo y de rápida consumición.

Bibliografía

  1. Remedi FJ: Las condiciones de vida material: cocinas étnicas y consumo alimentario     en la provincia de Córdoba a comienzos de siglo. En Procesos socioculturales y alimentación. Bs. As. Del Sol. 1997.
  2. Tenembaum L: “El pan”. La Nación. Bs. As., 24 de enero de 1993.
  3. Gretel y Pertti Pelto: Dieta y deslocalización. Cambios dietéticos desde 1750. En Rotberg y Rabb: El hambre en la historia. Bs. As. Siglo XXI. 1990.
  4. Álvarez M y Pinotti L: A la mesa. Ritos y retos de la alimentación argentina. Bs. As., Grijalbo. 2000.
  5. Vidal Bussi F: “Aportes culinarios de los inmigrantes”. Todo es Historia. Bs. As. N° 380, pp. 8-22, marzo de 1999..
  6. Gambier M: “Cuando los porteños comían sin medir su índice de colesterol”. La Nación. Bs. As., 20 de julio de 2003.
  7. “Banquetomía. Opinión de un corresponsal”. La Nación. Bs. As., 21 de noviembre de 1902. 8. Remedi FJ: Ibídem.